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Adolfo Bioy Casares

Borges me llama desde su casa y me refiere: «Madre y yo nos volvimos en taxi. Apenas subimos al automóvil, fue como andar en una montaña rusa. El hombre estaba borracho. La última vez que estuvo a punto de chocar fue en la puerta de casa, donde felizmente quedó en llanta. Madre y yo estábamos jadeantes. Entonces el destino nos deparó uno de los momentos más felices de la Historia argentina. Protestando contra todos los que pudo atropellar, el chofer, con voz aguardentera, crapulosa, recitó: “Hijos de Espejo, de Astorgano, de Perón, de Eva Perón, de Alsogaray y de todos los ladrones hijos de una tal por cual”. ¿Te das cuenta? ¡Si un hombre así está con nosotros hay esperanzas para la Patria!»

Adolfo Bioy Casares, Borges, Barcelona, 2006, p. 868

Adolfo Bioy Casares

Borges recuerda a una muchacha que le dijo: «Esa mañana, en Córdoba, fui a tomar el tren a Contitución (sic)». BOR­GES: «¿Cómo, en Córdoba, Constitución?». LA MUCHACHA (con impaciencia): «Yo llamo a todas las estaciones Contitución». Comentario de Borges: «Inmediatamente me enamoré».

Adolfo Bioy Casares, Borges, Barcelona, 2006, p. 793

Eduardo Berti and Edgardo Cozarinsky

Sin lugar a dudas, Borges es la mayor figura que ha dado la literatura argentina. Su sola obra bastaría para encarnar una “edad de oro” y exhibe un peso equivalente a lo que, en otras tradiciones, es la suma de varias individualidades. Dicho de otra forma, Borges es al mismo tiempo nuestro Tolstoi, nuestro Dostoievsky y nuestro Chejov.

Eduardo Berti and Edgardo Cozarinsky, Galaxia Borges, Buenos Aires, 2007, p. 7

Jorge Luis Borges

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

Jorge Luis Borges, ‘Borges y yo’, in El hacedor, Buenos Aires, 1960

María Esther Vázquez

Cuando era todavía profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, una mañana irrumpió un muchacho en su aula y lo interpeló:-Profesor, tiene que interrumpir la clase.

-¿Por qué? -interrumpió Borges.

-Porque una asamblea estudiantil ha decidido que no se dicten más clases hoy para rendir homenaje al Che Guevara.

-Ríndanle homenaje después de clase -agregó Borges.

-No. Tiene que ser ahora y usted se va.

-Yo no me voy, y si usted es tan guapo, venga a sacarme del escritorio.

-Vamos a cortar la luz -prosiguió el otro.

-Yo he tomado la precaución de ser ciego. Corte la luz, nomás.

Borges se quedó, habló a oscuras, fue el único profesor que dictó su clase hasta el final y sus alumnos, impresionados, no se movieron del aula.

María Esther Vázquez, Borges, sus días y su tiempo, Buenos Aires, 1999, pp. 33-34