Roberto Bolaño

Y cuando hubo movimiento todas las palancas empezaron a abrirse las puertas y el zapatero traspuso umbrales y antesalas e ingresó en salones cada vez más majestuosos y oscuros, aunque de una oscuridad satinada, una oscuridad regia, en donde las pisadas no resonaban, primero por la calidad y el grosos de las alfombras y segundo por la calidad y flexibilidad de los zapatos, y en la última cámara a la que fue conducido estaba sentado en una silla de lo más corriente el Emperador, junto a algunos de sus consejeros, y aunque estos últimos lo estudiaron con ceño adusto e incluso perplejo, como si se preguntaran qué se le ha perdido a éste, qué mosca tropical lo ha picado, qué loco anhelo se ha instalado en el espíritu del zapatero para solicitar y obtener una audiencia con el soberano de todos los austrohúngaros, el Emperador, por el contrario, lo recibió con palabras llenas de cariño, como un padre recibe a su hijo, recordando los zapatos de la casa Lefebvre de Lyon, buenos pero inferiores a los zapatos de su dilecto amigo, y los zapatos de la casa Duncan & Segal de Londres, excelentes pero inferiores a los zapatos de su fiel súbdito, y los zapatos de la casa Niederle de un pueblito alemán cuyo nombre el Emperador no recordaba (Fürth, lo ayudó el zapatero), comodísimos pero inferiores a los zapatos de su emprendedor compatriota, y después hablaron de caza y de botas de caza y botas de montar y distintos tipos de piel y de los zapatos de las damas, aunque llegado a este punto el Emperador optó velozmente por autocensurarse diciendo caballeros, caballeros, un poco de discreción, como si hubieran sido sus consejeros quienes hubieran sacado el tema a colación y no él, pecadillo que los consejeros y el zapatero admitieron con jocosidad, autoinculpándose sin trabas, hasta que finalmente llegaron al meollo de la audiencia, y mientras todos se servían otra taza de té o café o volvían a llenar sus copas de coñac le llegó el turno al zapatero y éste, llenándose los pulmones de aire, con la emoción que el instante imponía y moviendo las mandos como si acariciara la corola de una flor inexistente pero posible de imaginar, es decir probable, le explicó a su soberano cuál era su idea.

Roberto Bolaño, Nocturno de Chile, Barcelona, 2000, pp. 53-55