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Thomas Moro Simpson

¿Se acuerdan de aquel tiempo tan lejano,
de aquella luz que de Moscú venía,
cuando Stalin, que nunca se dormía,
cuidaba, humilde, el porvenir humano?

¿De tanta discusión árida y trunca,
pan venenoso de aquel tiempo ido,
puñal para el amigo más querido,
discordia cruel que no terminó nunca?

¿De aquel Stalin tan noble y tan heroico,
“padre de pueblos”, “luz del siglo XX”,
que al final resultó ser solamente
“un sádico vulgar y paranoico”?

¿De aquel hombre de “gran sabiduría,
manos de obrero y traje de soldado”
que en órdenes secretas prescribía
“la tortura de cada desdichado”?

¿Recuerdan los “engaños” tan arteros
de la prensa burguesa occidental,
mientras Stalin “cuidaba” a los obreros
con sus bellos “bigotes de cristal”?

Culpable para el hombre más honesto,
asesinado Bujarin moría,
pero mandó una carta que decía:
“José, José, ¿por qué me hiciste esto?”

Lo preguntó, pero de todos modos
lo daba Nicolás por descontado;
varios años atrás había gritado:
“¡Es Gengis Khan! ¡Nos va a matar a todos!”

Y en la Historia oficial, ya fusilado,
“Bujarin” se escribía con minúscula:
ningún traidor merece la mayúscula
con que se escribe todo nombre honrado.

Muchos, muchos compraron su boleto
para “el tren de la Historia”, hacia Utopía,
y llegaron a un topos donde había
sólo la muerte, en sórdido secreto.

Poetas y filósofos cantaban
al “hombre nuevo” del Jardín florido,
y ante un cambio en la línea del Partido
a otro sueño fugaz se abandonaban.

¿Se acuerdan del Zdanof el asesino,
inquisidor con un disfraz de artista,
a quien un hombre puro y cristalino
apodaba “brillante dogmatista”?

Y cuando con cincuenta megatones
la bomba en Rusia se mostró de veras,
escribió que “cincuenta primaveras
hizo estallar la URSS en sus regiones”.

Yo conocí a un poeta muy sensible
que se mudó a la calle Rokososky,
y ese hombre tan cálido y querible
cantó al asesinato de León Trotsky.

Y aquel francés, un pensador intenso,
que confesó en un texto muy prolijo:
“Si los rusos me tratan como a un hijo,
¿cómo quieren que diga lo que pienso?”

Mi amigo althusseriano era otra cosa:
vestía con dialéctica destreza
un traje Mao, confección francesa
con botoncitos chinos, negro y rosa.

¡Qué prisiones aquéllas! ¡Cuánta vida,
cuánta ilusión que terminó en escoria,
cuánta frivolidad sobre una herida
más honda que la noche y que la historia!

Thomas Moro Simpson, ‘Veinte años después: ¡qué tiempos aquellos!’ in Dios, el mamboretá y la mosca, Madrid, 1993, pp. 59-61