Representación, democracia directa y valor epistémico: cuestiones acerca de la teoría deliberativa de Carlos S. Nino

 

ALFREDO STOLARZ

Universidad de Buenos Aires

 

 

En la búsqueda de una justificación moral para la democracia, Carlos Nino establece lo que será el núcleo definicional de ésta: “un proceso de discusión moral sujeto a un límite de tiempo” [1]. La democracia es un sucedáneo institucionalizado y regimentado del discurso moral, el cual permite “superar conflictos y alcanzar cooperación convergiendo en acciones y actitudes sobre la base de la aceptación compartida de los mismos principios de conducta” [2], pero al mismo tiempo posee “un valor epistemológico [...] la discusión es un buen método, aunque falible, para acercarse a la verdad moral” [3]. Pero “mientras el discurso moral no tiene límites de tiempo y sólo cesa [...] cuando se llega a un consenso, [...] muy frecuentemente se debe adoptar una decisión antes de tiempo [...]. Para superar en la práctica esta limitación del discurso moral hay un solo expediente efectivo: abandonar su carácter temporalmente ilimitado y fijar oportunidades para una decisión obligatoria.” [4].

El sistema democrático, con la ya mencionada limitación temporal y el correlativo reemplazo del requisito de unanimidad por la regla de la mayoría, es –según Nino- el más confiable procedimiento colectivo para llegar a decisiones moralmente correctas. Sin embargo, su valor epistémico es variable según “el grado de satisfacción de condiciones subyacentes [a saber:] que todas las partes interesadas participen en la discusión y decisión; que participen sobre una base razonablemente igual y sin coerciones; que sean capaces de expresar sus intereses y justificarlos sobre la base de argumentos genuinos; que el grupo tenga un tamaño adecuado que maximice la probabilidad de un resultado correcto; que no haya minorías insulares, sino que la composición de mayorías y minorías cambie según las cuestiones; y que la gente no esté extraordinariamente excitada por emociones” [5].

Ahora bien, la anterior argumentación es aplicable al proceso democrático en su modo directo; la forma representativa constituye, respecto del discurso moral originario, otro tipo de desviación, que es “en el mejor de los casos un mal necesario [que] beneficiaría el proceso desde el punto de vista de un más alto conocimiento técnico, pero debilita la conciencia y consideración de los intereses de la gente envuelta en diferentes conflictos.” [6]. La representación se hace entonces inevitable, pues las personas directamente interesadas pueden carecer del tiempo, conocimientos o poder para hacerse escuchar, aunque Nino advierte que los representantes, quienes generalmente pertenecen a sectores sociales más o menos definidos, bien pueden carecer del conocimiento o experiencia en otros modos de vida, o –lo que es más peligroso- pueden anteponer sus propios intereses a los de sus representados. Para minimizar estos males, propone que se conciba a la representación como una delegación para continuar la discusión a partir del punto al que llegaron los electores al término de las deliberaciones previas a la elección de representantes; como asimismo que la democracia representativa se complemente, en el mayor grado posible, con formas de democracia directa; que los partidos políticos se organicen alrededor de premisas ideológicas, sistemas de valores y modelos de sociedad antes que sobre el puro interés o meras imágenes; y que se avance en procesos de descentralización y disminución del tamaño de las unidades políticas, así como en la democratización de las relaciones económicas [7].

Este apretado resumen ciertamente no hace justicia a la riqueza y profundidad de la concepción de la democracia de Carlos Nino. Tampoco da cuenta de la cantidad y complejidad de problemas a los que se ve expuesta. En este trabajo quisiera señalar someramente dos órdenes de dificultades: las que surgen de la noción de representación que se defiende, la cual, sugiero, no puede asegurar el grado de valor epistémico que reclama para sí; y las que surgen del tratamiento de la forma directa de la democracia, que no confiere la importancia debida a ciertos factores que conspiran en su contra.

 

 

Nino sostiene que, dado el tamaño de las actuales sociedades, el escaso tiempo que los ciudadanos pueden dedicar a las cuestiones políticas, y la complejidad de las mismas, la representación es un mal necesario. En este escenario, el mejor modo de concebirla es como delegación; esto es, los ciudadanos deliberan hasta que eligen representantes, y éstos continúan la deliberación a partir del punto en que haya quedado al momento de la elección, sobre la base de las plataformas aprobadas por los electores. Esta concepción –prosigue- refleja la ambivalencia entre dos posturas conflictivas acerca de la representación. La primera, que Nino asocia con Burke, sostiene que los representantes son agentes o delegados de los votantes, y responsables de sostener sus opiniones e intereses. La segunda, que asocia con Mill, expresa que los cuerpos representativos deberían ser imágenes especulares del electorado, que reflejen la distribución de intereses y opiniones del mismo, lo cual supone una simetría entre representados y representantes respecto de rasgos tales como compromisos ideológicos, preferencias e intereses.

Sin embargo, en la concepción de Nino ambas posturas convergirían. Según la primera, los representantes estarían obligados a defender los principios y valores que los votantes aprobaron cuando los eligieron; y su deber es el de deliberar para llegar tan cerca como sea posible a los resultados a los que los electores mismos habrían llegado. Pero la mejor manera de asegurar esta dinámica es mediante un cuerpo que sea una muestra lo más fiel posible de los valores e intereses de los votantes. Para que la deliberación del cuerpo representativo posea un valor epistémico aproximado al que hubiera tenido la deliberación del electorado completo, los representantes deben estar comprometidos con sus opiniones y reflejar su composición [8].

Creo que es posible asimilar estas dos posturas que, según Nino, convergen en su propio enfoque, con dos de las concepciones de la representación que distingue Giovanni Sartori [9]. La primera, asociada con la idea de mandato o delegación, es denominada representación jurídica, deriva del derecho privado, y según la misma se entiende al representante como un mandatario o delegado que sigue instrucciones de un mandante. La segunda, asociada con la idea de representatividad en el sentido de semejanza o similitud, es denominada representación sociológica o existencial, y establece que el representante es tal en tanto comparta ciertas características esenciales del grupo, clase, profesión, etc., de sus representados. Hay aún una tercera concepción analizada por Sartori, la representación política propiamente dicha, asociada con la idea de responsabilidad, que será mencionada más adelante.

En un trabajo anterior critiqué la asociación con Burke de la primera de las posturas que analiza el filósofo argentino [10]. Lo que aquí interesa retener es que en una auténtica deliberación, la decisión no está fijada de antemano; cabe esperar la posibilidad de que las partes modifiquen sus posiciones al extremo de terminar defendiendo la opinión opuesta a la que defendían al comienzo. Si se considera la teoría burkeana, se debería reconocer a los representantes un amplio margen de independencia respecto de las opiniones de sus electores, con lo que, si los primeros estuvieran comprometidos en una verdadera deliberación, sus decisiones podrían finalmente no coincidir en nada con las de los últimos. Y esta diferencia no podría ser reprochada, por dos motivos: los representantes fueron elegidos para que deliberaran “según su mejor saber y entender” y con conocimiento de que tales diferencias podrían darse; y, así como los electores no pueden saber de antemano cuál será el término de las deliberaciones de sus representantes, tampoco pueden saberlo respecto de sus propias deliberaciones. Pero si se considerara la concepción jurídica, si no se estuviera de acuerdo en otorgar a los representantes tales márgenes de independencia, si sus posiciones en los debates estuvieran casi totalmente prefijadas y con reducidas posibilidades de modificación, perdería sentido llamar “deliberación” a lo que hicieran, y entonces el valor epistémico de tales “deliberaciones” sería notablemente bajo.

Respecto de la otra postura que converge en la concepción de nuestro autor –la asociada con Mill- surgen problemas parecidos. En este caso, el cuerpo de representantes constituiría una muestra fiel de la composición social del electorado, por lo que estaríamos frente a la concepción sociológica o existencial. Pero nuevamente se plantea el problema de los márgenes de independencia. Si éste fuera mínimo, si los grupos sociales electores depositaran mandatos imperativos sobre sus representantes, o estos últimos defendieran exclusivamente los intereses de los primeros, lo que harían sería negociar entre sí, no deliberar. Si, por el contrario, el margen de independencia fuera amplio, el hecho de que los representantes compartan con sus electores cierto origen social común no garantizaría una coincidencia automática entre sus opiniones y comportamientos, y aún creo que sería legítimo dudar acerca de la deseabilidad de una coincidencia tal. Si además tenemos en cuenta que actualmente la relación representante-representados puede ser, por poner un número, de uno a diez mil; que por otra parte es difícil adscribir unívocamente a las personas a un grupo social determinado, con los entrecruzamientos y contradicciones de intereses y preferencias que ello implica; y que, aún si pudiera realizarse una adscripción unívoca, es bien distinto discutir con personas pertenecientes a muy diversos grupos sociales que hacerlo al interior del propio grupo; podemos estar aún menos seguros de que la mencionada relación simétrica garantice algo más que un vago sentimiento de pertenencia; con lo que se estaría lejos de cumplir con algunos de los ya mencionados prerrequisitos del proceso democrático [11] y, por tanto, lejos también de asegurar un grado razonable de valor epistémico.

Creo que el problema radica en una de las premisas básicas del argumento de Nino; esto es, así como la democracia directa es un sucedáneo institucionalizado y regimentado del discurso moral cuando por razones de tiempo es necesario arribar a una decisión, el sistema representativo sería un sucedáneo de la democracia directa dado el tamaño de las actuales sociedades, el escaso tiempo que los ciudadanos pueden dedicar a las cuestiones políticas, y la complejidad técnica de las mismas. En el intento de conservar, a través de las sucesivas mediaciones, el mayor grado de valor epistémico del discurso moral, Nino presenta una concepción de la representación que, según mi argumento, no logra su cometido. Y tal vez no sea posible lograrlo si, como ya sostenían desde posiciones tan diversas Madison y Rousseau, la democracia representativa fuera algo tan cualitativamente distinto –para bien o para mal- de la democracia directa. Esto es lo que reconoce Sartori en su análisis de la representación propiamente política, cuando explicita el conflicto existente entre la función de representar y la función de gobernar, entre la representatividad entendida como receptividad o sensibilidad a la demandas del electorado, y la responsabilidad entendida como un adecuado nivel de prestación en términos de capacidad y eficiencia puestas al servicio de la persecución de los intereses del todo. En otras palabras, maximizar la receptividad del representante no puede hacerse sino a expensas de la eficiencia que de él se espera en su función de gobernar.

 

 

Hasta aquí hemos indagado en algunas razones por las cuales la representación es, para la teoría deliberativa, un “mal”. Calificativo al que Nino agrega el de “necesario”, dado el tamaño de las actuales sociedades, el escaso tiempo que los ciudadanos pueden dedicar a las cuestiones políticas, y la complejidad técnica de las mismas. Sin embargo, insiste en que las formas representativas deben ser reemplazadas por formas de democracia directa siempre que ello sea posible. Y añade que, pese a las mencionadas dificultades, ello es posible; con lo que se ve obligado a enfrentarlas. En lo que resta de este trabajo, presentaré algunas de las respuestas del filósofo argentino a los problemas que para la democracia directa suponen el tamaño de las actuales sociedades, la complejidad de las cuestiones políticas, y el escaso tiempo que los ciudadanos pueden dedicarles; con especial énfasis en este último punto. Con esto nos acercamos a las cuestiones de práctica política que según nuestro autor plantean las objeciones más fuertes contra su teoría deliberativa de la democracia.

Respecto del primer punto, y si bien reconoce que se trata de cuestiones de difícil realización, Nino propone que se avance en un doble proceso: por un lado la exploración de nuevas formas de participación ciudadana, tales como asambleas populares, audiencias públicas, gestión y control conjuntos de las unidades administrativas, democratización de las relaciones laborales, etc.; y por el otro, la descentralización que haga posible generar unidades políticas lo suficientemente pequeñas como para permitir procesos de discusión cara a cara y de decisión colectiva, como nos lo muestran los ejemplos cantonales en Suiza y municipales en los EE.UU. Sin embargo, admite que es aún más difícil transferir los asuntos políticos más importantes –asuntos tales como el aborto, los códigos penales, los impuestos, los servicios sociales, la educación y la seguridad- a dichas unidades de deliberación, transferencia que resulta crucial bajo pena de condenarlas a la irrelevancia [12].

Más optimista se muestra respecto al segundo punto, el de la complejidad de los asuntos políticos: las posibilidades que brindan las telecomunicaciones, la divulgación de las opiniones de los expertos [13], la necesaria ampliación del acceso a los medios de comunicación masiva [14], el rol orientador que deberían cumplir los partidos políticos, etc., son factores posible realización que mejorarían la calidad y profundidad del debate público. Creo que respecto de esta cuestión, Nino podría suscribir las palabras del filósofo argentino Ariel Colombo “Si se considera competente al ciudadano para evaluar la gestión del gobierno actual, considerar el rol desempeñado por cada uno de sus opositores, concurrir a elecciones para elegir candidatos entre cuatro, cinco o más partidos, para cargos legislativos y ejecutivos en el nivel municipal, provincial y nacional, lo debe ser aún más para optar entre [...] propuestas de política pública en un área específica que le afecta, y sobre la cual pudo haber debatido durante largo tiempo.” [15]

Ahora bien, las dificultades que plantean el tamaño de las unidades de decisión y la complejidad de los asuntos públicos se relativizarían si los ciudadanos dispusieran del tiempo necesario para dedicarse a la deliberación política. La representación es necesaria –y la democracia directa casi imposible- porque los ciudadanos no tienen el tiempo suficiente para involucrarse políticamente. Y, en la abrumadora mayoría de los casos, este tiempo es el que se emplea para tratar de asegurar las mínimas condiciones de subsistencia: es el tiempo del trabajo y del mercado. Con lo que ingresamos al terreno de las precondiciones económicas estructurales de una sociedad política que pretenda realizar el modelo propuesto, precondiciones que afectan el valor epistémico del proceso democrático en la medida en que aseguren –o no- iguales posibilidades de participación en el mismo. Pero “si proveemos de todos esos recursos que constituyen precondiciones del valor epistémico a la democracia, quedan muy pocas cuestiones a ser resueltas por la democracia. La mayoría de las decisiones políticas consisten en la distribución adecuada de ese tipo de recursos. [...] Sin embargo, la paradoja puede evitarse debido a que la concepción epistémica de la democracia provee un modo de alcanzar un equilibrio entre sus prerrequisitos y su funcionamiento real. [...] Hay una cierta línea por debajo de la cual el proceso democrático pierde toda capacidad de mejorarse a sí mismo. Por sobre esta línea, la democracia se realimenta a sí misma, trabajando por el cumplimiento de sus propias precondiciones” [16]. Nino muestra su optimismo al sostener que esto último es lo que sucede con una parte importante de las modernas democracias, especialmente las europeas. Hoy, a diez años de la redacción de “La constitución de la democracia deliberativa”, y creo legítimo finalizar este trabajo poniendo las afirmaciones de Nino en forma interrogativa: ¿hemos traspuesto la línea por sobre la cual el proceso democrático se mejora a sí mismo hacia el logro de sus precondiciones económicas y sociales? ¿es cierto que, traspuesta esa línea, no hay vuelta atrás sino una constante realimentación que mejora el proceso democrático y sus precondiciones?


 

1 Nino, C.S., “The Constitution of Deliberative Democracy” (CDD), Yale University Press, New Haven, 1996; p.118 (todas las traducciones son propias). Edición en castellano: “La constitución de la democracia deliberativa”, Gedisa, Barcelona, 1997.

 

2 Nino, C.S., “Ética y Derechos Humanos. Un ensayo de fundamentación” (EDDHH), Editorial Astrea, Buenos Aires, 1989; p.390.

 

3 Nino, EDDHH, p.390, cursivas en el original.

 

4 Nino, EDDHH, p.391, cursivas en el original.

 

5 Nino, CDD, pp.128/29.

 

6 Nino, CDD, p.132.

 

7 Nino, CDD, caps.5 y 6.

 

8 Nino, CDD, pp.171/72.

 

9 Sartori, G., “Elementos de teoría política” (ETP), Alianza Editorial, Buenos Aires, 1992; cap.11.

 

10 Stolarz, A., Algunas consideraciones acerca de la representación en Carlos S. Nino, 2002.

 

11 Según fuera mencionado, que todas las partes interesadas estén representadas sobre una base igual, que sean capaces de expresar sus propios intereses, que el grupo no sea extremadamente grande, etc.

 

12 Nino, CDD, pp.152/54.

 

13 Nino, CDD, p.150.

 

14 Nino, CDD, pp.162/63.

 

15 Colombo, A.H., “Desobediencia civil y democracia directa”, Trama editorial-Prometeo libros, Madrid, 1998; pp.125/26.

 

16 Nino, CDD, p.139/40.

 

 


 

Carlos Santiago Nino : 1943 ~ 1993